La Restauración: memoria, olvido y desafíos presentes

Cada 16 de agosto, la tierra dominicana debería estremecerse con el recuerdo vivo de aquellos hombres y mujeres que, en 1865, devolvieron la soberanía a un pueblo que se negaba a ser absorbido por el dominio extranjero.

La Guerra de la Restauración fue más que un episodio bélico: fue la confirmación de un espíritu indómito, la proclamación de que la patria no se vende ni se entrega, aunque las circunstancias sean adversas.

Sin embargo, en el presente, el eco de ese sacrificio apenas resuena en la conciencia ciudadana. Los jóvenes, atrapados en un mar de ritmos comerciales —dembow, reguetón y demás distracciones globalizadas—, parecen más atentos a la inmediatez del entretenimiento que a la grandeza de su historia. No es un reproche a la música, que es expresión cultural válida, sino a la falta de balance: mientras más nos alejamos de nuestras raíces, más frágil se vuelve el suelo sobre el cual caminamos.

El olvido histórico no es casualidad: es síntoma de un país que no ha sabido transmitir la importancia de su memoria. En las aulas se reduce la historia a fechas y nombres, sin pasión ni relato que encienda el orgullo. Y así, los héroes restauradores se vuelven siluetas borrosas, cuando deberían ser referentes de resistencia, dignidad y fe en la nación.

Hoy la República Dominicana enfrenta otro desafío, distinto en forma pero semejante en fondo: una invasión silenciosa y pacífica, fruto de la migración masiva haitiana que, más allá de lo humanitario, plantea una cuestión de supervivencia nacional.

No se trata de demonizar al vecino ni de negar su dolor, sino de reconocer una realidad: mientras el empresariado se beneficia de mano de obra barata y las autoridades miran hacia otro lado, el pueblo dominicano pierde control de su territorio y de su destino.

La complicidad oficial, envuelta en discursos de tolerancia y desarrollo económico, amenaza con repetir la historia de entreguismo que ya tantas veces costó sangre y lágrimas. La Restauración nos enseñó que la independencia no es un hecho concluido, sino un proceso continuo de vigilancia, conciencia y defensa. Pero ¿cómo defender lo que no se conoce? ¿Cómo preservar lo que se desconoce o se ignora?

El deber de nuestra generación es recuperar la memoria y despertar a los jóvenes del letargo. La música puede seguir sonando, pero junto a ella debe resonar la voz de Duarte, de Luperón, de Salcedo, de los que nos enseñaron que patria es más que suelo: es dignidad, identidad y sacrificio.

El 16 de agosto no es una fecha lejana; es un espejo que nos interpela hoy. Y la pregunta es clara: ¿estamos dispuestos a restaurar, una vez más, la soberanía que se nos escapa entre las manos?

Por Daniel Rodríguez González

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