En la República Dominicana, los apagones no son un recuerdo del pasado ni una anécdota de los años ochenta o noventa. No. Son una tragedia vigente, una calamidad diaria que sigue atormentando a familias, comercios e industrias.
Los kilómetros de oscuridad no entienden de discursos ni de campañas: se imponen como una bofetada a la dignidad de un pueblo que, a estas alturas, merecía vivir sin velas ni plantas ruidosas, ni hablar de inversores, pues el precio de las baterías ameritaría tomar un préstamo al BID.
Lo más doloroso es que cada gobierno llega con la misma promesa de “resolver de una vez por todas el problema energético”. Palabras que se repiten como un estribillo gastado, pero que nunca se cumplen. El presidente Luis Abinader no ha sido la excepción: habló del “cambio”, del fin de los apagones, de una República Dominicana moderna, y, sin embargo, la realidad nos devuelve la misma escena de siempre: cortes interminables, justificaciones vacías y un país paralizado.
¿Por qué no se resuelve? Porque atacar de raíz la crisis energética significa chocar con intereses poderosos. Significa desnudar monopolios, cortar privilegios, reordenar contratos leoninos y acabar con negocios que giran en torno a la oscuridad. Y ahí es donde la valentía se convierte en miedo, donde la palabra empeñada se transforma en silencio y donde el famoso “cambio” se diluye como agua entre los dedos.
No hay desarrollo sin energía eléctrica
No hay desarrollo posible en medio de apagones. Ningún país del mundo se levantó a la modernidad alumbrado por velas o sostenido en plantas eléctricas privadas. Sin energía estable, todo lo demás es maquillaje: la economía, la educación, la salud, la seguridad. Todo se derrumba cuando la luz se va.
Yo lo he dicho y lo repito: mientras no se enfrente este problema con coraje, seguiremos siendo una caricatura de país. Y que nadie se engañe: no son solo fallas técnicas ni casualidades del sistema; es la evidencia de que ciertos sectores que lucran con la crisis pesan más que la palabra del presidente, más que la esperanza de la gente y más que la dignidad de una nación que ya no aguanta más oscuridad.
Que me llamen pesimista, que me insulten, que me descalifiquen: da igual. La realidad no se tapa con epítetos ni con descalificaciones. Y la realidad es esta: la República Dominicana sigue a oscuras, y la promesa presidencial de un país encendido quedó atrapada en el mismo apagón que nos acompaña desde hace décadas.
Y ahora la pregunta queda sobre la mesa: ¿habrá un presidente capaz de encender la luz, aun cuando eso signifique apagar los privilegios de los poderosos?
Por Daniel Rodríguez González