Presidente Abinader molesto pero culpable 

El pasado martes el presidente, Luis Rodolfo Abinader Corona, está “disgustado”, molesto, incómodo con los supuestos presidenciables de su partido, PRM, porque, según él, han comenzado a destiempo sus movimientos proselitistas en busca del favor electoral para el 2028.

Y digo “supuestos” porque, en este país, la mayoría de los que se creen presidenciables, terminan siendo lo mismo de siempre: parte de la tramoya, por no decir bisagras.

Pero ese no es el punto. Porque todos sabemos que la mayoría solo busca conseguir un pedazo del pastel. El tema central es otro.

Lo verdaderamente serio aquí, es la falsa relevancia que se le ha querido dar al “enojo” del presidente. Un enojo prefabricado, sin sustancia, y más aún, sin legitimidad. Porque si alguien tiene responsabilidad en que el avispero se alborotara tan temprano, es el presidente Abinader. Nadie más.

Fue el propio Luis Abinader quien, en un arranque de cálculo político o exceso de confianza, anunció de manera extemporánea que no buscaría un nuevo periodo. Y eso, aunque legalmente posible, fue suficiente para desatar las ambiciones internas, que son, a decir verdad, propias de ese partido, que hoy él mismo parece querer condenar.

Que quede claro: este artículo no es una defensa a la repostulación. No se trata de eso. Uno puede estar total y radicalmente en contra de la reelección, y al mismo tiempo reconocer que, en política, los vacíos de poder no se llenan con buenas intenciones ni con discursos bonitos.

Se llenan con proyectos, con nombres, con estructuras. Y en el caso del Partido Revolucionario Moderno, apenas el presidente soltó la frase mágica, “no voy”, comenzaron a llover las estrategias, los amarres y las visitas furtivas a los líderes provinciales.

¿Y qué esperaba? ¿Que todos los demás se quedaran cruzados de brazos esperando a que él cambiara de opinión? ¿O que los actores políticos más ambiciosos se comportaran como monjes tibetanos, ayunando en silencio hasta el 2026?

No hay que ser politólogo, ni analista con corbata de noticiero para saber que esto pasaría. Era inevitable. Incluso hasta lógico. Y lo sabían él, su entorno y cualquiera que haya vivido las peripecias de la política dominicana por más de quince minutos. Porque aquí, desde que huele a “silla vacía”, se sueltan los potros.

Y mientras tanto, el país sigue a la deriva en temas fundamentales: inflación, salud pública, seguridad ciudadana, corrupción institucional… Pero no, el debate gira en torno a si Carolina va muy rápido o si Fulcar se aceleró. En eso se nos va la tinta, el micrófono y la atención.

Así que, por favor, que no pretendan burlarse de la inteligencia de este pueblo. Este supuesto enojo presidencial no es más que un fallido intento de controlar los daños, un intento de reagrupar a las fieras que él mismo desató. La pregunta es si tiene todavía la fuerza, la autoridad moral y política para lograrlo.

Y a propósito de distracciones, vale preguntarse: ¿cuál democracia es la que representa este gobierno? ¿Cuál tolerancia? Porque lo de presidente democrático, tolerante y moderno, sencillamente le queda grande. No sé realmente con qué se come eso de democracia y tolerancia cuando se gobierna desde una burbuja que nada tiene que ver con la realidad del pueblo.

¿Gobernar para los pobres? ¿Cuáles pobres? ¿Dónde están? ¿En los barrios sin agua y sin luz? ¿En los campos abandonados? ¿En los hogares donde no entra una comida decente desde hace semanas? Este no es un gobierno para los pobres. Este es un gobierno para empresarios, para legisladores, para contratistas, para los grandes capitales que nunca pierden, gobierne quien gobierne.

Un país sin agua, con apagones disfrazados de “mantenimiento programado”, con los combustibles más caros del Caribe sin una gota de justificación, y una canasta básica fuera del alcance de las grandes mayorías… ¿y todavía nos hablan de democracia y sensibilidad social?

La única democracia que parece importar aquí es la que se vive en los salones alfombrados, donde todo el mundo se llama “distinguido”, aunque no distinga el hambre del pueblo que dice representar.

Por Daniel Rodríguez González

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