Cuando un amigo se va…

Hay ausencias que duelen más allá de lo que podemos resistir. Hay silencios que nos gritan muy fuerte en el alma, que descomponen el tiempo, pretendiendo llenar de sombras cada rincón donde alguna vez habitó la risa, el gesto, la complicidad. Porque, “cuando un amigo se va”, no solo se va él: se va una parte de nosotros, como si al partir, se llevara algo que nunca más podrá reconstruirse.

Y sí, todos lo sabemos, o creemos saberlo: que la muerte llegará, que a todos nos tocará. Pero hay algo en esa certeza que no alcanza lo profundo, que no se anida en el espíritu sino hasta que golpea la puerta de frente, sin avisar, o peor aún, avisando sin que uno entienda de verdad lo que avisa.

Porque no hay manual, no hay ensayo, no hay entrenamiento suficiente para despedir a un ser querido. Y menos aún, a quien consideramos un referente, una expresión clara del hacer.

El dolor no solo es por la pérdida. Es también por la impotencia. Por esa sensación absurda de vacío que no se llena ni con palabras, ni con llanto, ni con el paso de los días. ¿Cómo se reemplaza una voz que sabía cuándo y cómo hablar? ¿Cómo se reescribe una historia donde ya no estará él escribiendo el libreto, mostrándonos el guion del próximo Documental, editando sus sueños para que no olvidemos, tenaz siempre en su empeño por el Rescate de la Memoria Histórica de todos, para que nunca la olvidemos?

Uno se queda como absorto, repasando la nostalgia, revolviendo recuerdos de Abril, atesorando hasta La más remota Trinchera para salvar el Honor, las conversaciones inconclusas, los silencios compartidos. Y de pronto, hasta los momentos más comunes y sencillos adquieren un valor sagrado: aquel café, aquel chiste, aquel consejo dado sin pretensión. Todo cobra otro brillo cuando se ve desde la orilla del después.

Y es que, “cuando un amigo se va”, no solo se pierde un vínculo, sino un mundo. Y queda uno preguntándose si acaso supimos agradecerle lo suficiente, si acaso le dimos todo lo que podíamos darle, si acaso fuimos también arrimo, risa, bálsamo tal vez.

Pero, en medio del dolor, hay también un destello sereno. La certeza de haber compartido en vida con alguien que valió tanto. El privilegio de haber sido partícipes de su tesón y de su preocupación por mostrarnos el verdadero “Poder del Jefe”.

La dicha, aunque ahora nos parezca cruel, de haber coincidido en esta existencia breve y frágil. Y aunque ahora el luto nos abrace, aunque la angustia nos cierre el pecho, aunque el desamparo se siente a nuestra mesa, hay una alegría profunda, íntima, inquebrantable: haberlo tenido muy de cerca, en la “Herencia del Tirano”. Haberlo llamado amigo.

Quizás ahí esté el consuelo. En saber que no todo se ha ido. Que su obra vivirá en nuestra memoria, que su forma de mirar el mundo nos seguirá hablando siempre, que su legado deja huellas hondas, imborrables.

Y aunque duele, porque duele, entendemos con el tiempo, que hay amigos que no se mueren nunca. Que no conocen el punto final. Que simplemente se transforman y siguen, tercos, fieles, acompañándonos desde algún rincón que ahora no sabemos nombrar.

Porque “cuando un amigo se va”, no se va del todo. Se queda en uno. Para siempre.

Por Daniel Rodríguez González

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