Un día como hoy, 25 de septiembre de 1963, se cometió la mayor ignominia perpetrada en nuestro territorio: el golpe de Estado contra el presidente constitucional de la República Dominicana, profesor Juan Bosch, el presidente más democrático que hemos tenido eliminada la dictadura.
Aquel crimen político fue encabezado por el entonces coronel, Elías Wessin y Wessin, con el respaldo de sectores militares y civiles que nunca estuvieron dispuestos a aceptar la democracia plena. Tras su derrocamiento, luego de siete meses de ser electo, se instauró una junta militar de tres hombres, que despojó al pueblo de la esperanza recién conquistada.
En la vida, todas las acciones tienen consecuencias, y en la política, éstas resultan aún más profundas y devastadoras. Las malas decisiones en este campo no mueren en el instante en que se cometen, sino que, se multiplican en el tiempo, dejando heridas abiertas que el pueblo debe cargar por generaciones.
El golpe del 25 de septiembre fue exactamente eso: una herida mortal a nuestra democracia naciente, una mutilación al derecho de soñar con un país diferente.
Las élites retrógradas de aquel entonces, incapaces de convivir con un presidente que buscaba gobernar con transparencia y con justicia social, decidieron truncar el proceso democrático que Bosch representaba.
Su visión de una República Dominicana con instituciones fuertes, con igualdad ante la ley y con oportunidades para los más pobres, resultaba insoportable para los privilegiados de siempre.
Esa traición no solo detuvo el avance de un proyecto democrático, sino que, sumió al país en décadas de inestabilidad, dictaduras militares disfrazadas y democracias a medias.
Hoy, más de seis décadas después, la República Dominicana sigue pagando las consecuencias. La falta de institucionalidad, la corrupción que se enquista en las estructuras del Estado, la debilidad de los partidos políticos y la escasa confianza en la justicia, son, en gran medida, ecos de aquel crimen contra la patria.
El derrocamiento de Bosch marcó un antes y un después: nos robó el camino recto de la democracia para lanzarnos a un laberinto, donde todavía seguimos buscando la salida.
Recordar el 25 de septiembre no es un mero ejercicio histórico, es un acto de conciencia. Es reconocer que los pueblos que olvidan sus heridas, están condenados a reabrirlas o, a que no cierren jamás.
La democracia dominicana, con todos sus defectos y limitaciones actuales, sigue siendo un campo de batalla. Y, si algo nos enseña la historia es que cuando los buenos se cruzan de brazos, los malos se apoderan del destino de todos.
Ese día, hace 62 años, la República Dominicana perdió la inocencia democrática. Pero aún nos queda la tarea de rescatar el espíritu de Bosch, el ideal de un país donde la justicia no sea privilegio, sino derecho; donde el poder no sea botín, sino servicio; donde el pueblo, y no los caudillos ni los intereses foráneos, sea el verdadero soberano. Esa deuda histórica sigue pendiente y nos corresponde, como nación, saldarla.
Termino con un pensamiento de nuestro patricio Juan Pablo Duarte:
“Trabajemos por y para la patria, que es trabajar para nuestros hijos y para nosotros mismos”.
Por Daniel Rodríguez González