Hoy se cumple un año más del ajusticiamiento de Rafael Leónidas Trujillo Molina. Un hecho que debería marcar el inicio de una conciencia histórica, una frontera definitiva entre lo que no debe volver y el país que aspiramos ser.
Pero no. A más de seis décadas del fin de la dictadura, nos encontramos, insólitamente, escuchando voces —algunas jóvenes, otras viejas y rancias— pidiendo que se repita esa ignominia. Lo dicen sin sonrojarse. Algunos por ignorancia, otros por nostalgia mal entendida, pero todos con una ligereza que lastima.
¿Cómo puede un país, que sufrió 31 años de silencio, de fusilamientos, de espionaje, de una corrupción que era sistema, siquiera considerar que sería buena idea volver a eso? ¿Qué clase de pueblo, con memoria viva aún en la piel de los viejos, osa mirar con deseo hacia el abismo del trujillismo?
Y, sin embargo, no es solo un problema de ignorancia colectiva. Es, sobre todo, una responsabilidad política. Porque si hoy hay quienes enaltecen y evocan a Trujillo —o a Balaguer— como referentes de orden o desarrollo, es porque los gobiernos posteriores han fallado rotundamente.
Porque quienes han tomado las riendas de la nación tras la caída del régimen, no han sabido —o no han querido— construir un país que supere en hechos, no en palabras, el trauma de la dictadura.
Resulta realmente un atraso sin precedentes que la República Dominicana, libre ya de la tiranía, no haya sido capaz de avanzar con firmeza. Al contrario, hemos retrocedido. Retrocedimos cuando permitimos que la corrupción se instalara con el disfraz de democracia.
Cuando la impunidad se convirtió en norma y la politiquería en oficio lucrativo. Retrocedimos cuando los partidos se convirtieron en empresas familiares y cuando la justicia se subordinó a la voluntad del gobierno de turno.
El hecho de que hoy —en pleno siglo XXI— haya que reconocer logros en Joaquín Balaguer, e incluso, en el propio Trujillo, es un síntoma gravísimo. No porque no se reconozca la realidad histórica en su complejidad, sino porque eso refleja, con crudeza, que los que vinieron después no han sabido hacer nada que supere —ética y materialmente— los atrasos de ese pasado autoritario. Y ese fracaso tiene nombre y apellido: la clase política dominicana.
Aquí, los que debieron edificar democracia, vendieron promesas como se vende azúcar en los colmados. Aquí, los que hablaron de desarrollo, construyeron fortunas propias mientras dejaban al país en ruinas. Aquí, los que juraron defender la institucionalidad, se encargaron de manosearla hasta volverla irreconocible.
Por eso, mientras conmemoramos el ajusticiamiento del tirano, no basta con recordar. Hay que decirlo con todas sus letras: si hay quienes lo extrañan, es porque los que vinieron después no hicieron su trabajo. No hay dictador sin vacío, no hay nostalgia sin fracaso. Y si como sociedad hemos permitido que la historia se repita en otras formas —menos brutales, pero igual de dañinas— es porque hemos renunciado a exigir algo mejor.
No es Trujillo el que vuelve. Es el reflejo de nuestra incapacidad, de nuestra falta de carácter ciudadano, de nuestro miedo a reclamar un país decente. Es el síntoma de una democracia que se arrastra cuando debería caminar firme.
Porque si después de más de sesenta años aún tenemos que recordar por qué fue necesario ajusticiar al tirano, es porque todavía no hemos entendido el verdadero significado de la libertad.
Quien hoy levanta la voz pidiendo “otro Trujillo” no solo ignora la historia, la escupe. Pero también revela, tristemente, la herida abierta que dejaron los gobiernos que, teniendo la oportunidad de honrar la sangre de los ajusticiadores con un país justo, prefirieron servirse del poder en lugar de servir a la nación.
El problema no es la memoria; el problema es que no hemos sabido darle sentido. Y hasta que no lo hagamos, el fantasma del tirano seguirá rondando, no por fuerza propia, sino por la cobardía de quienes debieron enterrarlo para siempre.
Por Daniel Rodríguez González