Para quienes aún creemos en la justicia, aunque sea como un acto de fe, resulta difícil no identificarse, aunque sea un poco, con el «detective» Ángel Martínez. Sí, el mismo que, con su desparpajo al hablar, sus teorías descabelladas y su forma de agredir verbalmente sin ningún tapujo, ha ganado más detractores que aliados.
Pero la desfachatez no lo despoja de humanidad, ni mucho menos justifica que la patana del poder le pase por encima con la tranquilidad que solo da el privilegio. La fuerza utilizada ha sido desproporcionada a ojos vista.
Siempre nos han vendido la justicia como esa dama ciega, imparcial, incorruptible. Pero todos sabemos —porque lo vivimos— que la venda en los ojos solo le sirve para no ver a los poderosos. En este país, la igualdad ante la ley es un discurso para adornar discursos, no para aplicarse en tribunales.
No escribo estas líneas para defender a Ángel Martínez, ni para justificar lo que se le imputa. Que conste: si incurrió en difamación, injuria, extorsión o en cualquier otro ilícito penal, debe ser sometido a la justicia, como de hecho lo está. Y si no puede probar sus alegatos, entonces, que cumpla la condena que le ha de ser impuesta. Así de simple. Así de justo.
Pero lo que sí exijo, lo que sí reclamo con firmeza, es que tanto él como cualquier otro «Pedro Nadie», merece un trato justo, humano, digno. Hasta el más vil de los delincuentes tiene derecho a ser tratado con dignidad. ¿O es que la dignidad también se mide por el tamaño de la cuenta bancaria o los contactos en la cima del poder?
Pido para Ángel Martínez y para todo aquel de su linaje que atraviese por el escarnio público, una mil millonésima parte de la dignidad con que es tratado el señor empresario Antonio Espaillat. Y que no se malinterprete: el señor Espaillat merece ser tratado con respeto y con toda la dignidad posible. Lo que molesta, lo que indigna, es la asimetría. El doble rasero. Esa facilidad con la que se lincha mediáticamente a uno, mientras se arropa con el silencio cómplice, prudencia y compasión, a otro.
Es francamente sospechoso, pero entendible, ver la vehemencia con que una parte importante de la sociedad arremete contra Ángel Martínez, vehemencia que jamás se ha visto, ni se verá, respecto al caso Jet Set y sus más de 236 víctimas mortales. ¿Dónde están los pronunciamientos airados, las páginas editoriales indignadas, los foros encendidos? No existen. Nunca existieron. Nunca existirán.
Claro, es más fácil emprenderla contra el desaforado de YouTube, contra el aventurero sin padrino, que, contra los amos del capital, los próceres del jet set empresarial. Así ha sido siempre. Así funciona nuestro ecosistema mediático: se castiga el desorden desde abajo y se tolera desde arriba.
No quisiera pensar ni por asomo, que como dicen algunos comunicadores de las redes, específicamente de You Tube (los hay serios), el trasfondo de todo esto, es decir, del caso Ángel Martínez, es utilizarlo como punta de lanza para el plan mordaza que se ha pretendido montar en contra de los comunicadores emergentes de las redes.
Es bueno aclarar, sin embargo, que contra difamadores estoy; contra extorsionadores estoy; contra los que utilizan un micrófono, ya sea en los medios tradicionales como en las redes para enlodar reputaciones, estoy; contra los que ofenden el pudor ajeno con inmoralidades impublicables en otros medios, estoy.
Y que nadie se rasgue las vestiduras. Que no nos vengan ahora con el cuento de que en la prensa tradicional no ha habido extorsionadores, injuriadores ni difamadores. Casos hay. Memoria también.
Pero no importa. A fin de cuentas, como dice el refrán: «al pobre lo ataja la ley, al rico lo escolta».
Por Daniel Rodríguez González