Nuestra Democracia: logros para pocos, sudor para muchos

En la República Dominicana tenemos una democracia tan celebrada que uno sospecha si no habrá un trofeo guardado en alguna vitrina del Palacio de la Presidencia. ¡Qué belleza de sistema!, se dirá con burlona risa, desde los salones con aire acondicionado donde se reparten los contratos.

Elegimos cada cuatro años, como borregos, a los mismos candidatos, con los mismos discursos ya gastados, reciclados y las mismas promesas que, si fueran techos, ya habríamos construido otro país.

Y, sin embargo, qué orgullosos estamos. Como si el hecho de votar fuera sinónimo de bienestar. Como si la tinta en el dedo anular sirviera para llenar el tanque de gas o pagar la receta de la farmacia. Aquí, la democracia funciona como un espectáculo permanente, donde el pueblo es solo un actor de reparto, con libreto ajeno y salario mínimo.

Nos dicen que somos un ejemplo, que nuestra economía es la de mayor crecimiento de América Latina. Que hemos transitado del autoritarismo a la institucionalidad. Que los partidos están fortalecidos y el sistema de justicia camina. Pero en los barrios, esos donde el progreso pasa de largo, lo que camina es el motoconcho, la desesperanza y, con suerte, una brigada del Plan Social de la Presidencia, pero ojo, en tiempos de elecciones.

La democracia dominicana es como una casa bien pintada por fuera, pero con goteras, (aunque no como las del Jet Set), cucarachas y una hipoteca impagable por dentro. Tiene Constitución, tribunales y observadores internacionales, pero carece de igualdad, de justicia distributiva, de futuro compartido. Se gobierna con Excel y PowerPoint, mientras la realidad se gestiona con chocolate de agua y pan viejo, pero eso sí, con mucha y fe.

Es irónico: a más crecimiento económico, más precariedad en los bolsillos de la mayoría. A más “modernización”, más crece la brecha entre los que mandan y los que sobreviven. El Producto Interno Bruto sube como un dron, pero la calidad de vida sigue atrapada en la guagua de hace veinte años.

Nos han enseñado a aplaudir cada vez que hay elecciones pacíficas, como si el silencio de los fusiles garantizara la dignidad del pueblo. Pero hay violencias más sutiles: la del salario que no alcanza, la del hospital sin insumos, la del niño que estudia sin merienda ni libros. Democráticamente excluidos, eso somos.

Y, sin embargo, hay algo profundamente poético, y triste, en esta democracia nuestra: florece en los papeles, pero se marchita en las manos del pueblo. Es como un verso de Neruda, colgado en la pared del poder, que no rima con la vida del que madruga sin esperanza.

¿Qué si hay logros?  Sí, los hay. Pero están mayormente en las manos equivocadas, así como en las páginas de los informes internacionales. En cambio, los dolores siguen en los barrios, los campos, las aceras calientes donde la democracia es una palabra lejana, un privilegio que se ejerce desde arriba hacia abajo.

Será hora, quizás, de recordar que la democracia no se mide solo por el derecho a votar, sino por el derecho a vivir con dignidad. Y en esa cuenta, aún no ponemos números, por no decir que estamos todavía muy en rojo.

Termino con un pensamiento de nuestro patricio, Juan Pablo Duarte y Díez:

“La política no es una especulación; es la Ciencia más pura y más digna, después de la Filosofía, de ocupar las inteligencias nobles…”

Por Daniel Rodríguez González

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