Si bien los fideicomisos se presentan como fórmulas modernas para agilizar la gestión pública, en el contexto dominicano presentan riesgos sustanciales que no deben ser ignorados. En los últimos años, los fideicomisos públicos han cobrado un protagonismo creciente en la administración del Estado dominicano.
Presentados como instrumentos modernos y eficientes para ejecutar proyectos, movilizar inversión y garantizar la transparencia en el manejo de fondos públicos, su uso se ha expandido con rapidez, generando tanto expectativas como controversias.
En teoría, el fideicomiso permite separar legalmente ciertos recursos del presupuesto ordinario, administrarlos de manera especializada y ejecutar obras o servicios públicos con mayor flexibilidad y rapidez.
Sin embargo, la experiencia dominicana ha mostrado que el fideicomiso también puede convertirse en un manto de opacidad, una estructura que, bajo el pretexto de eficiencia, evade los controles tradicionales del Estado, como la Ley de Compras y Contrataciones, el escrutinio del Congreso Nacional o la supervisión rigurosa de la Cámara de Cuentas.
Estos son algunos de los riesgos más preocupantes, como son la falta de transparencia y acceso a la información, opacidad institucional, ausencia de fiscalización efectiva, uso político-partidario y debilitamiento del presupuesto nacional.
Por la falta de transparencia y acceso a la información, muchos fideicomisos han sido manejados sin publicar informes detallados de ingresos, egresos, contrataciones y beneficiarios. La ausencia de un régimen legal claro permite excluirlos del sistema de contrataciones públicas, lo que impide el escrutinio de la ciudadanía y de los órganos de control. Esto abre la puerta a la discrecionalidad y al uso indebido de recursos públicos.
Los fideicomisos, al tener su propia estructura de administración y no responder a los procedimientos regulares del Estado, pueden convertirse en “estructuras paralelas” de poder, con autonomía excesiva y sin controles democráticos. Esto socava la institucionalidad y fragmenta la gestión pública.
Una preocupación latente es que ciertos fideicomisos sirvan como vehículos para transferir activos del Estado a manos privadas, sin procesos competitivos ni debate público. El caso del fideicomiso propuesto para Punta Catalina fue un claro ejemplo de cómo se puede usar esta figura para enajenar bienes públicos estratégicos.
La Cámara de Cuentas y el Congreso han denunciado en múltiples ocasiones la dificultad de auditar y fiscalizar fideicomisos, ya que no existe una ley específica que los obligue a rendir cuentas periódicamente como otras entidades estatales. Esto los convierte en espacios opacos dentro del Estado.
El uso político partidario, es otro factor, en el que los fideicomisos pueden ser utilizados como instrumentos para colocar allegados o beneficiar contratistas afines al poder, dado que sus estructuras permiten mayor discrecionalidad en la toma de decisiones. Sin los debidos controles, el fideicomiso se convierte en un recurso clientelista más.
Existen algunos fideicomisos que manejan fondos millonarios que quedan fuera del presupuesto general del Estado, lo que dificulta la planificación macroeconómica, el seguimiento del gasto público y el uso eficiente de los recursos.
A nuestro entender y criterios jurídicos el fideicomiso, si se regula con transparencia, fiscalización y participación ciudadana, puede ser una herramienta útil. Pero en el contexto actual dominicano, donde no hay una interpretación normativa, responsabilidad del fiduciario, sin voluntad de rendición de cuentas y con una cultura institucional débil, representa más un riesgo que una solución.
La opacidad no puede ser sinónimo de eficiencia. La ciudadanía tiene derecho a saber cómo se usan los recursos públicos, y los fideicomisos no pueden seguir operando como cajas cerradas al margen del control democrático.
Por Luis Ramón López