Los juegos de los políticos, entre teatro, estrategias y simulaciones

Cada cuatro años, o incluso antes, los actores políticos se convierten en protagonistas de un teatro donde todo es posible: enemigos acérrimos se vuelven aliados estratégicos, propuestas contradictorias se reciclan con otro empaque, y el discurso cambia según el viento que sople. El principio rector ya no parece ser la ideología o la visión de país, sino la oportunidad.

Estos juegos son sutiles: prometer sin plan, legislar para la cámara, postergar decisiones impopulares, crear distracciones mediáticas para ocultar errores, y sobre todo, hacer de cada acción una jugada dirigida más al electorado que al bienestar nacional. La política se ha convertido, en muchos casos, en un simulacro de cambio, donde se administra la percepción más que la transformación real.

Lo más preocupante es que estas estrategias no se ejecutan en el vacío. Cada juego tiene consecuencias reales: leyes que no se aprueban, reformas que se posponen, presupuestos que se malgastan, instituciones que se debilitan, confianza ciudadana que se erosiona. Mientras los políticos juegan, el pueblo espera.

Los juegos de los políticos

En la política dominicana, como en muchas democracias contemporáneas, presenciamos una constante repetición de discursos reciclados, promesas oportunistas y alianzas incoherentes. Son los llamados juegos de los políticos, un conjunto de movimientos estratégicos que parecen más dirigidos a asegurar cuotas de poder que a resolver los verdaderos problemas del país. Pero, ¿por qué ocurre esto? ¿Qué motiva esta teatralidad política tan predecible como frustrante?

Desde la teoría del actor racional, propuesta por autores como Anthony Downs, los políticos no son figuras altruistas, sino agentes que maximizan su interés, que en la mayoría de los casos es la obtención o conservación del poder. Bajo esta mirada, el político actúa estratégicamente: dice lo que conviene, no lo que cree; promete lo que suma votos, no lo que es viable; hace pactos con quien ayer combatía, si eso le garantiza vigencia. Esta lógica explica por qué tantas decisiones parecen improvisadas, pero en realidad están fríamente calculadas.

A esta racionalidad se le suma otro fenómeno: la puesta en escena constante del poder, tal como lo describe el sociólogo Erving Goffman en su teoría del teatro social. En este marco, la política es un escenario y los políticos, actores que interpretan roles cuidadosamente construidos para generar simpatía o autoridad. Lo importante no es lo que se es, sino lo que se aparenta ser.

Por eso, vemos a funcionarios recorrer barrios solo en campaña, vestirse como el pueblo, llorar ante cámaras, firmar acuerdos mediáticos que no se cumplen. Todo eso no busca cambiar la realidad, sino controlar la percepción.

La teoría de los juegos nos ayuda a entender que este comportamiento no se da al azar. Cada político calcula su jugada en función de la jugada del otro: si un adversario ataca, yo me victimizo; si hay presión social, me adelanto con una reforma simbólica; si la opinión pública se enoja, ofrezco un sacrificio menor para no perder lo que importa. El resultado es un tablero en el que las decisiones no buscan el bien común, sino el equilibrio estratégico entre ganancia personal y riesgo político.

Estos juegos tienen consecuencias graves: postergan reformas urgentes, trivializan el debate público, erosionan la confianza ciudadana y transforman la democracia en una fachada sin contenido. Mientras los políticos juegan, el país se estanca. Y lo más preocupante: el pueblo muchas veces termina siendo un espectador confundido, sin entender si lo que ve es parte de un plan, un error o una farsa.

Pero no todo está perdido. Si bien los políticos juegan, los ciudadanos también tienen fichas. La participación informada, el voto consciente, la presión social constante y la exigencia ética pueden cambiar las reglas del juego. Porque gobernar no debe ser actuar, ni simular, ni manipular: debe ser servir con coherencia y responsabilidad.

Ha llegado el momento de que los políticos abandonen la estrategia del espectáculo y entiendan que el verdadero poder no está en el cálculo, sino en la confianza que generan cuando actúan con honestidad.

Por Luis Ramón López

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