En Gaza no hay guerra. Hay un genocidio. Lo que ocurre allí no es una confrontación entre dos fuerzas militares con capacidades similares, sino una masacre sistemática y prolongada contra un pueblo acorralado, sitiado, hambriento y bombardeado sin tregua.
Lo que hay en Gaza y sus alrededores, en Cisjordania, en los campos de refugiados, en el corazón de quienes aún conservan un mínimo de sensibilidad, es una herida abierta en la conciencia humana.
Y lo peor no es solo esto. Lo peor es la manera en que muchos lo entienden. O más bien, lo que les hacen entender.
Porque hablar de Palestina, de Irán, de Estados Unidos, de Israel, de Hamas o de Hezbollah, se ha convertido en un terreno donde la verdad es una rareza. Donde cada análisis llega contaminado, ya sea por dogmas religiosos, intereses geopolíticos, pasiones ideológicas, o lo más común: por la desinformación impuesta desde los grandes medios de comunicación.
Estos mismos medios son los que deciden qué imagen mostrar y qué cadáver ocultar. Que hablan de “daños colaterales” cuando el muerto es un niño palestino, pero de “terrorismo” si cae un israelí. Medios que (no nos llamemos a engaño), son propiedad de los mismos grandes capitales que controlan las armas, los bancos y las decisiones en los organismos internacionales.
Porque en este tinglado, cruel por demás, complejo, diseñado al milímetro, lo único verdaderamente constante es el beneficio que sacan los de siempre. Los que venden misiles, los que especulan con petróleo, los que alimentan el miedo para lucrarse del caos. Los mismos que promueven conflictos con un cinismo aterrador y luego son descritos como pacificadores.
El gran escritor uruguayo, Eduardo Galeano, con su mirada siempre lúcida, lo dijo sin rodeos: “La verdad es la primera víctima de la guerra”, y señaló también: “Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar: ‘yo mato para robar’”. Lo dijo él, lo repite la historia, lo gritamos muchos, pero el eco no llega a todas partes, porque la censura moderna no prohíbe: silencia, desvía, banaliza.
Hoy, el pueblo palestino es víctima de un crimen que se repite frente a las cámaras del mundo, pero con una narrativa cuidadosamente controlada. Un genocidio blanqueado por el lenguaje diplomático, relativizado por analistas de ocasión, justificado por gobiernos cómplices o, en el mejor de los casos, condenado en tono bajo para no incomodar a los “aliados estratégicos”.
Y mientras tanto, la sangre sigue corriendo en Gaza. Las bombas siguen cayendo sobre hospitales, escuelas y refugios. Pero también cae sobre nuestras conciencias. Sobre el derecho internacional, convertido en papel mojado. Sobre la idea misma de humanidad.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta que no quede nadie para contarlo?
Culmino con un pensamiento de nuestro patricio, Juan Pablo Duarte:
“Sed justos lo primero, si queréis ser felices…”
Por Daniel Rodríguez González